BIG BANG
Por
supuesto, él era Dios y todo lo podía. Le bastaba nombrar una cordillera para
que una mole quilométrica de roca maciza surgiera de la nada, y si estaba tardando
siete días en crear el mundo no se debía a ningún tipo de limitación logística,
sino a la voluntad de conferir al génesis un halo legendario que lo hiciese más
atractivo. A fin de cuentas, se decía Dios mientras su dedo indicaba el lugar
exacto donde inmediatamente emergería un océano, toda historia épica merece un
origen antológico. Y a pesar de que su omnipotencia no sólo era absoluta sino
también perfecta, cualquier observador con un mínimo de facultades hubiera
podido apreciar aquella sombra de duda entre los infalibles pliegues de su
frente, y de haber tenido merodeando a un familiar cercano, sin duda éste hubiera
mostrado su preocupación por los cada vez más frecuentes retiros del Todopoderoso
a la cima del universo –una cima metafórica, claro está, pero no nos enredemos
ahora con eso–, desde donde contemplaba con gesto grave la magnitud de su obra.
Me
sorprendo observando atentamente el proceso de construcción de un castillo Playmobil.
El artífice –sobrino, seis años, gafas enormes, ausencia de varios
incisivos en su dentadura– ejerce de arquitecto supremo, colocando piezas a su
antojo y menospreciando con arrogancia el manual de instrucciones. Los
habitantes –caballeros, princesas, dragones– se ubican de forma
aparentemente
arbitraria, desafiando todas las convenciones de la estrategia militar, condenados,
a mi parecer, a fracasar en el intento de conservar la plaza ante el inminente
ataque de un barco pirata y varias naves de Star Wars. Aún así, jamás pierden
esa sonrisa de panoli, seguros de que la mano intrépida y pegajosa de aquel ser
superior los guiará, una vez más, hacia una gloriosa victoria.
Lo que
atribulaba a Dios no eran las catástrofes naturales ni las extinciones en masa,
sino el convencimiento de que el prodigio sólo podía alcanzar la excelencia
pasando obligatoriamente por la emancipación de sus criaturas. Estaba
demostrado –o el tiempo así lo haría, aunque a Dios, el tiempo, ni fu ni fa– que
los humanos sólo se plegaban a las normas si mediaba la amenaza del castigo.
Por otra parte, una vigilancia intensiva de cada uno de sus actos no tardaría
en convertirlos en una raza de mascotas –amén de rebajarle a él mismo al nivel
de Satán, pobre diablo, condenado a una vigilia eterna, siempre al acecho de
cualquier atisbo de debilidad–. La pregunta era: ¿Cómo podría asegurar el libre
albedrío sin empujar a la humanidad hacia un abismo de desamparo? Obviamente,
Dios sabía la respuesta de antemano, pero jamás debe rehuirse una pizca de
teatralidad ante una decisión de importancia, de la misma forma que no se
entrega un regalo sin un envoltorio de colores brillantes. La virtud, como
suele suceder, la encontró en el punto medio. Si no podía someterlos a un
examen permanente pero tampoco ignorarlos como si no fuesen hijos suyos, dotaría
a los humanos de un sistema de autovigilancia, una suerte de sentido arácnido
que se dispararía cada vez que el individuo fuese tentado por la posibilidad de
encaminar sus pasos fuera de la senda marcada, y que dejaría a su total
elección volver a ella o avanzar hacia la perdición total. Esta solución
salomónica fue muy del agrado de Dios ya que, aparte de ser perfecta en tanto
que pensada por él mismo, le permitía lavarse las manos acerca de cualquier
tema relacionado con un mal uso del producto, puesto que serían los propios
usuarios los únicos responsables de su conducta y por ella pasarían cuentas
llegado el momento. Como en cierto modo
aquella cosa, una vez creada, escaparía a su control, decidió que sucediera sin
nombrarla –ya se encargarían los griegos, que para algo se le habían ocurrido–,
como una especie de imperativo teológico necesario para que todo fluyera según
los designios divinos.
Los agrios
lamentos de mi sobrino me despiertan del caos de plástico industrial en el que
se ha convertido el campo de batalla. Llora porque una voz en su interior le
acusa de maldad, vandalismo y atropello, pero aún así no puede evitar responder
a su naturaleza y lanzar contra la pared las piezas de su castillo en ruinas,
asolado tras un ataque salvaje por mar y aire, mientras desde el suelo, un
caballero despojado de su armadura y su dignidad descubre con qué facilidad se
puede perder la fe aunque, maldita sea, no haya forma de deshacerse de esa
estúpida sonrisa.
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